#05_VOY A PUBLICAR UN POEMARIO
Pero ¿cómo? ¿cuándo? ¿qué brujería hice? Te cuento todo sobre el proceso.
Para empezar esta historia (porque yo amo una buena historia) nos tenemos que remontar al 2018: quizás el peor año de mi corta vida pero al mismo tiempo el que me llevó a este día de febrero de 2024 con un libro a punto de ser publicado.
Escribir poesía así como escribir poesía, lo hago desde que tengo doce. Pero a mis quince años, es decir en ese infame 2018, confluyeron dos eventos canónicos que iban a cambiar el rumbo de mis días para siempre.
Por una parte, en el costado más oscuro, pasé por mi primer desamor y desamistad (no existe esta palabra, pero yo voto porque la registremos y que diga "inventada por una argentina", porque hay un argentino en todos lados siempre). Y con quince años y un mundo social que empieza y termina en la secundaria, para mí, vivir eso fue como experimentar una muerte en vida. Dicen que nunca volvés a sentir con la intensidad de los quince años y yo confirmo. Con veinte, mis dramas y tristezas se sienten diferentes: más mundanas, un poco eróticas y bastante más graciosas. No obstante a los quince… A los quince sentí una soledad devastadora que hasta el día de hoy nada nunca se comparó.
Pero por otra parte, en el costado más luminoso, ese también fue el año en el que tuve entre mis manos mi primer poemario en español y fue de, nada más ni nada menos, que de la mismísima Elvira Sastre. Mis papás me regalaron una copia de Cuarenta y tres maneras de soltarse el pelo (la primera que llegó a Argentina, me enorgullezco en admitir) y algo en la química de mi poesía cambió: empecé a explorar la razón de por qué la poesía es poesía. Los cortes de versos, las metáforas, el decir una cosa por la otra, que la palabra pueda hacer algo, que tenga sus texturas, sus sabores. Que no sea solo expresarse por el afán y la necesidad de hacerlo, sino que haya un trabajo detrás. Con quince años todavía era un trabajo muy bruto y desmedido el mío, pero siempre se tiene que empezar por algo.
Ese año, básicamente, tuve dos realizaciones que me iban a acompañar por mucho tiempo más: confiar en alguien es darle todo el acceso para que te pueda lastimar después y para decir que escribo poesía tengo que tener consciencia de algo más que solo mi sentir, tengo que explorar por qué un poema es un poema.
Así que ese año, inspirada por el dolor y por Elvira Sastre, escribí como una loca fuera de sí. Escribí sobre todo en el colegio: cuadernos de matemáticas, historia, italiano, inglés, geografía, biología, artes, todos intervenidos con poemas que cortaban el conocimiento y convertían un apunte en un documento emocional. Poemas en lápiz, en lapiceras de colores, en las esquinas, en los márgenes, en todos lados. Cuando terminó el año recuerdo sentarme con esa pila de poemas y hojas arrancadas de los cuadernos y decir: “¿Qué hago con esto? ¿Vale la pena transcribirlos a un documento de Word? ¿De qué sirve hacer semejante trabajo si solo son las notas de una tristeza que en ese momento me parecía eterna y sin embargo terminó siendo pasajera?” No tenía respuesta, pero sin embargo lo hice igual. Me senté abajo del aire acondicionado en la cama de mis papás y me pasé tardes y noches (mañanas nunca, no me levanto temprano a menos que tenga que hacer algo obligatoriamente) haciendo un trabajo de transcripción. Nunca fui demasiado modesta, no tengo la humildad de los grandes: a mí, haber escrito todo eso, me gustaba y en el fondo me enorgullecía. Había hecho algo de la pena, de la vergüenza y de la amargura. Y sobre todo, había hecho algo que me encantaba.
Los transcribí, en fin. A todos y cada uno. Pero si soy sincera, la historia tiene que hacer un salto hasta la pandemia porque el año que le siguió a ese, es decir 2019, solo seguí escribiendo y saliendo, bailando, tomando y riéndome como si no hubiera un mañana. Sanando pero de la forma más leonina, extrovertida y excéntrica que existe y que no sabía que yo era capaz. Fue recién cuando llegó el 2020 que el encierro me obligó a sentarme y pensar en qué iba a ser de mi futuro, qué quería hacer con todo lo que tenía delante, sí, pero sobre todo con lo que estaba ahora, detrás. Todo ese año me dediqué a dormir en clases de zoom, tener ansiedad, conocer la discografía entera de Taylor Swift y publicar mi poesía en redes sociales. Alguien ahora me leía. Y ese alguien no era solo mi mamá o mi novia del momento: alguien que no me conocía, que no tenía la obligación de apoyarme por cariño, que me leía por voluntad propia, que quería más de mi poesía. Eso me empujó al vacío más excitante de todos: y si más personas me leían, ¿eso significaba que quizás podía empezar a soñar con una vida que fuera solo esto? ¿Leer y escribir?
Terminé el colegio, decidí anotarme a Artes de la Escritura en la UNA para empezar en el 2021 y una tarde de verano, antes de que termine el 2020, fui caminando hasta el río y pensé: con todos los poemas que escribí, podría hacer un libro. Porque, a ver, escribir una novela y un poemario son procesos bastante distintos y como siempre, en el caso de la poesía, no se habla mucho de cómo es ese camino. El de hacer un poemario. Lo mío fui intuitivo: si tenía suficientes poemas para tener un documento de Word de más de 500 hojas, suficientes poemas como para cubrir toda la ciudad, eso significaba que estaba preparada para pensar en un libro ¿no? No le tuve miedo. Era mío. No tenía ninguna expectativa todavía, podía tomarme todo el tiempo que quisiera y podía hacer de mi primer poemario lo que tuviera ganas. Y yo, sinceramente, sabía un poco lo que deseaba.
Muy luna en capricornio, lo decidí con simpleza: no quería hacer un poemario en que los poemas estuvieran acomodados en el azar, que simplemente cayeran como hojas del otoño unas sobre otras indistintamente. Quería que tuviera un orden, que contara una historia. La mía. Así que la primer pregunta que me hice, con el brillo blanco del documento de Word titilando en frente mío fue, ¿Cómo es mi historia? ¿Cómo puedo contarla para que quien la lea la sienta, sienta que hay algo intimo suyo moviéndose entre las moléculas del papel?
Yo sabía que mi historia comenzaba con una chica insegura e ilusionada con el amor, con su experiencia en la secundaria, con la amistad. Yo sabía que mi historia seguía con un amor que no solo no se había dado como ella creía y anhelaba, sino con las consecuencias de este haciendo un escándalo. Deslizándose por fuera de su control al punto de hacerla sentir con el corazón roto, pero sobre todo, con algo más adentro del cuerpo: una sensación de humillación y degradación enormes, que no la dejaban habitar la vida como lo venía haciendo. Pero yo sabía también que a mi historia le continuaba algo hermoso: una reconstrucción pieza por pieza de ella misma, de la mujer en la que sabía que prontamente se iba a convertir, en un armado distinto de la gente que quería a su lado. Y finalmente, en un amor nuevo, que le hizo creer que todo lo que había vivido anteriormente era solo un puente, la causa previa a sentir fe de nuevo. Por mucho de que ese no fuera el punto final de mi historia, sí lo era de ese libro, de ese momento de mi vida. Eso era suficiente. Y esa es una decisión que hay que mencionar porque lo que tiene un poemario, al ser una huella tan personal de la vida de cada poeta, es que hay que aprender a discernir cuándo es el momento perfecto para dejar de contar.
Así que, con esperanzas de no hacer enojar a nadie en la editorial voy a contar algo fundamental del libro que hasta ahora lo dejé bastante en secreto. Con toda la historia clara, no solo opté porque el poemario tuviera capítulos (soy una chica que creció con Rupi Kaur, lo lamento) sino que decidí que cada uno fuera una estación del año. Que arrancara en el otoño, la estación en la que nací y que siempre odié, y que terminara en el verano, la culminación de la luz, la soberbia del sol, lo pegajoso del amor. Hacer las paces con cada una de esas versiones de mí, con sus errores y sus bellezas, con sus dudas y certezas, con todo.
Me senté por varios meses en mi escritorio, con una hoja enorme frente a mí en la que había escrito el título de cada poema que, inicialmente, iba a formar parte del libro. Jugué a crearles un orden, a acomodarlos hasta que sintiera el encastre de cada palabra, hasta que supiera que, por lo menos a grandes rasgos, la historia tenía un hilo conductor claro que podía ser seguido por alguien más que por mí. Fue prueba y error, pero por lo menos las heridas ya no dolían. Así que armé ese poemario sola y con calma: lo que había escrito ya no ardía como antes, porque de nuevo, muy luna en capricornio, para llevar acabo un proyecto tengo que poder ver con precisión, no sentirme enceguecida por lo que siento. Dejarme llevar sí, claro, pero no tanto. Era un hilo del que tenía que tirar con ternura y acierto. Y lo disfruté. Había algo de la incertidumbre y al mismo tiempo la confianza de saber que quería publicarlo pero no saber ni cuándo, ni cómo ni porqué algo así me pasaría a mí, que me hizo tomar cada decisión del libro con tranquilidad y convicción.
Es importante decir también, ya que es algo que me preguntan, que mientras esto pasaba entre las cuatro paredes de mi cuarto durante el año 2020 y 2021, yo seguí publicando y creciendo, lento pero seguro, en las redes sociales. Con poemas escritos con mi letra, recordatorios, collages y recitando (me tomó mucha exploración encontrar mi manera de postear y habitar las redes), cada vez lograba mostrar más mi poesía y que llegara a otras personas que sintieran, no solo lo mismo que yo (porque eso no es lo más importante), sino como yo. Con esa intensidad, ese salvajismo y ese miedo, terrible, a la vulnerabilidad. Y sin duda, este crecimiento en redes sociales y contar con una base de lectoras que quisieran tener mis poemas en un libro físico, fue una de las principales razones por las cuales la editorial que me adoptó, se arriesgara a hacerlo. Pero eso viene en un segundo, continuemos.
Con el libro terminado y chequeado y re chequeado a mitades del 2021, tenía que resolver dos de mis más grandes preocupaciones: ¿Quién querría publicarme? y ¿Cómo iba a hacer para mandarle mi poemario por mail a editores y editoriales sin tener miedo a que se lo lleven sin mi permiso y lo publiquen haciendo pasar a alguien más por mí?
La más fácil en el momento era resolver esta última. Para eso averigüé sobre la Dirección Nacional del Derecho de Autor que es un organismo estatal que tiene como función proteger tu obra como artista (escritos, música, entre otras) y reclamarla como tuya, bajo cualquier problema. Saqué el turno con ayuda de mis papás porque todavía era menor de edad y opté por la opción que decía “registrar obra inédita” porque, repito, el problema de quién podría publicarme era uno que estaba guardando para después. Sin inconvenientes, llevé un sobre color madera con todo el libro dentro y ese día lloré un poco: quizás nadie lo leería, quizás nadie lo publicaría, pero podía decir por primera vez que tenía un libro a mi nombre, que la primera que se registró y se percibió como autora fui yo misma.
Y ahora viene otra parte importante de este relato. Una pregunta válida que quizás alguna de ustedes se están haciendo mientras me leen y que es: ¿por qué no pensé en autopublicar? Es decir, tenía el libro, tenía el registro, tenía una base de lectoras que quizás lo comprarían porque querían seguir leyéndome. Podía hacerlo. Pero la respuesta es de alguna manera una no-respuesta. No es solamente que no quería porque era un trabajo que me parecía demasiado arduo y solitario para tener diecisiete y poca experiencia en nada, sino que también creo que en el fondo del cuerpo siempre tuve algo que me decía que esperara. Es la mística de la historia. Sentía que iba a poder publicarlo con una editorial. Quizás era un deseo tan visceral que lo terminé confundiendo por intuición o quizás fue instinto mezclado con esperanza. Pero sabía que iba a poder.
Y con esa actitud le mandé un mail a tres editoriales, entre ellas Hojas del Sur y V&R, pero claramente no respondieron. No fue de manera aleatoria la selección de a qué editoriales les hablé. Aunque no contestaron, de cualquier forma, creo hasta el día de hoy que cualquiera de ellas podría haberme publicado. Me aseguré que en su catálogo tuvieran tres cosas: algún libro de poesía, algún autor salido de redes y dirección a público juvenil. Y también traté de apuntar lo más seguro posible. No le escribí a Planeta o a Penguin (¿sabían que el día de mi cumpleaños el año pasado, cuando yo ya había firmado con Planeta, Penguin me mandó un mail para preguntarme si quería publicar con ellos? Cada vez que lo cuento siento que vivo en una simulación) porque primero que nada, no encontré ninguno de sus mails, y porque, por sobre todas las cosas, no confiaba tanto en mí misma y quise ser lo más realista posible. No creía que quisieran publicarme, que ni siquiera les interesara leer a una poeta primeriza.
Pero la vida tiene esas vueltas imprevisibles. Ya era marzo del 2022 y estaba triste. No solo porque sentía que estaba en un espiral sin salida de intentar comunicarme con editoriales sin respuesta alguna, sino también por cosas personales. Hasta que un día me crucé con una publicación en Instagram, de quien hoy es mi amado editor y amigo, contento y diciendo que estaba por publicar su poemario con la editorial Planeta. Recuerdo tener esa información en mi cabeza por varios días hasta que le conté a mi mamá y le pregunté “¿y si le hablo y le pido un consejo?”. Mi mamá, sagitariana como ella sola, me dijo “¡obvio que sí!” y yo le hice caso. Le mandé un mensaje felicitándolo por el libro y preguntándole cómo había hecho, si me podía dar un tip para saber si estaba haciendo algo mal, comunicándome con las editoriales de forma incorrecta e inexperta, si había un truco, una brujería, algo. No creí que me iba a contestar, y sin embargo lo hizo, casi al instante. Me dijo que él trabaja en Planeta, cosa que yo no sabía porque no lo tenía en la biografía como ahora, y que si quería le podía mandar mi manuscrito y ver qué podíamos hacer. Me encaminé directamente al living donde mis papás miran la tele, porque ya era de noche, y temblando les dije “estoy hablando con un editor en Planeta” y gritamos, los tres juntos, como siempre que pasa algo hermoso, algo que tiene buena pinta, alguna buena noticia, aunque todavía no tenía nada asegurado.
Después de repasar el poemario toda la noche, le mandé el manuscrito la mañana siguiente pero no fue hasta agosto, casi seis meses después, y varios mensajes impacientes míos que me dijo que sí, que querían publicarlo aunque no sabían cuándo todavía. Acá es importante que nos detengamos un poco. No fue una desatención de Álvaro, mi editor, el no contestarme antes. Él me lo explicó aun cuando tenía el corazón plagado de fe e ilusión: la poesía cuesta publicar. No porque no sea un género bello, sino porque las editoriales le tienen miedo a que nadie la quiera leer, a que no venda tanto como una novela y tienen razón, a veces la poesía no vende tanto. Pero por suerte siempre hay peros. Hay excepciones enormes que rompen los esquemas como mujeres como Rupi Kaur o Elvira Sastre. Como Alejandra Pizarnik en su momento. Y por suerte también, Álvaro no solo actuó como mi hada madrina de deseos bajo la almohada, tomando mi libro entre sus manos dulces, sino que sobre todo, hizo de defensor de la poesía. Él siendo poeta, ejerciendo como lector y escritor, defendió mi poemario, lo propuso una y otra vez, mostró el número de gente que me seguía y lo utilizó como un argumento: si esta cantidad de personas la siguen y la leen tan activa y amorosamente como lo hacen, es porque hay una gran porción de la población lectora que quiere poesía y es momento de prestarle atención a estas personas, de darle lo que desean, de dejar de actuar como si no existieran, como si fueran una mera minoría. Y lo logró.
Desde agosto que tuve el “sí” pasaron unos meses más hasta que finalmente en diciembre del 2022, cuando yo todavía estaba ansiosa por no tener nada más concreto que un “sí” aunque sin fecha ni lugar, me escribieron Álvaro y Majo y me propusieron una reunión al día siguiente. La acepté a la velocidad de la luz y me dijeron las palabras más lindas que alguien puede escuchar: “en estos días te estamos mandando el contrato, vamos a arriesgar por vos, creemos que tu poesía vale el esfuerzo”. Además de que agregaron un soñado “tenés algo de Elvira Sastre” y estuve por meses repitiendo esa frase en mi cabeza como un mantra. Y dicho y hecho cumplieron, el mismo 24 de diciembre de 2022 como un regalo, me mandaron el contrato y a principios de 2023 lo firmé. Llamé a mis papás y a mi novia, y como fue de forma virtual, fueron testigos de ese momento que me parecía surreal. No es que nunca pensé que podría publicar con una editorial como Planeta, ya les dije que no tengo la humildad de los grandes, pero nunca pensé que con un primer poemario. No me atreví ni a soñar con su logo en mi libro y eso, para una ambiciosa como yo, es mucho decir.
Y ahí comenzó la parte más disfrutable del proceso. Con un contrato y con unas ganas que me excedían el cuerpo, empezamos a editar, a tomar decisiones, a pensar en fechas. De hecho, en ese tópico, mi poemario estaba pensado para salir en septiembre del 2023, pero justo en ese momento se iban a dar las elecciones presidenciales y no lo veíamos como un momento grato. Además en la editorial, después de haberme visto participar en la Feria del Libro por primera vez ese año y la cantidad de chicas que vinieron a saludarme (gracias siempre), decidieron que era mejor dejarme para marzo del 2024 y que podamos hacer revuelo en la Feria de este año. Y yo acepté, contenta, como suelo aceptar todo después de firmar el contrato. Porque soy obsesiva y mandona, pero en el fondo, lo que más anhelaba era no tener que pasar por este proceso en soledad y decidir todo por mi misma. Quería saber qué se sentía tener un equipo detrás, que te digan cuándo es mejor publicar, si agregar ilustraciones o no, que se tomen el trabajo fino y sensible de editarte poema por poema, de hacer de tu libro una obra. Y de hecho eso sucedió. Tomé decisiones sola, como por ejemplo el mes específico de publicación o la ilustradora de la portada y las ilustraciones del interior (sí, tiene) pero hubo otras que transformaron el libro en algo hermoso: los poemas que se convirtieron después de una corrección de Álvaro o Tomás Litta, el impulso de Alvin de decirme en algunos poemas “esto no puede terminar así” o “a este poema le falta algo”. Fue hermoso, cada una de las instancias, hasta los poemas que saqué del libro, las estrofas que agregué. Y sobre todo el orgullo que me generaba que eso que había creado sola se mantenía, que estábamos trabajando sobre mis cimientos, sobre una idea que había materializado hacía ya dos años y que era lo suficientemente buena para no tener que cambiarla casi en nada.
Así que eso nos trae al presente: a dos semanas de publicar este bendito poemario del cual no les paro de hablar, de tener entre mis manos por primera vez un libro escrito por mí, que diga mi nombre en la portada y de ser, por fin, no solo una poeta, sino una autora. Y eso me emociona de sobre manera. No puedo esperar a que lo lean. Es un libro que como ven, tengo conmigo hace cuatro años y venía bien, venía tranquila, pero hace un mes ya que necesito que vea la luz, que lo tengan, lo subrayen, lo anoten, me cuenten qué les parece. Voy a buscarlo en cada librería, voy a esperar sus fotos desde cualquier parte del país con el libro, voy a esperar como siempre esperé a saber si lo amaron, si lo odiaron o lo que sea que les hizo sentir. Voy a querer saber cada detalle de su experiencia, por qué lo leyeron, por qué sintieron lo que sintieron y voy a ser completamente insoportable. Porque alguna gente se acostumbrará a estas cosas mágicas, a estos milagros sin un dios presente, pero yo no: pensé por mucho tiempo que me esperaba un “no” en la puerta de mi sueño como para ahora no disfrutar este “sí” enorme, como mi mismo corazón, que se me dio.
Así que para cerrar este relato quiero aclarar que esto no aspira a ser un manual de cómo publicar un poemario. Pero quizás este texto sí tiene ganas de mutar a un ancla, algo a lo que volver cuando la esperanza se disipa. A una estrella fugaz, algo a lo que pedirle un deseo. Y a un testimonio de que sí, quizás a veces pasan cosas lindas aunque ni nosotras nos lo creamos. Y sobre todo, un agradecimiento, porque ustedes tomaron mis palabras y vieron valor en ellas, vieron refugio, vieron espejo, vieron algo a lo que darle hogar en sus corazones y que en solo unos días va a tener un nuevo destino y ese va a ser su misma casa, su mesa de luz, su estantería y eso es lo que más me emociona pensar.
Estoy sensible estos días y realmente no sé qué va a pasar de acá en adelante. Si al mundo le va a gustar lo que hice, si van a adoptar a todos esos poemas que no fueron ni siquiera publicados en Instagram, si van a cuidarlos como yo lo hice, pero sé que más allá de eso, estoy preparada para dejarlos ir y que ustedes los conozcan. Estoy lista para pensar en un segundo poemario y les mentiría si les dijera que no tengo ya una idea y hasta un título, porque así de ambiciosa y ansiosa en partes iguales, soy. Estoy preparada porque esto es lo que amo hacer y es lo que quiero hacer siempre. Y lo sé hoy más que nunca. Así que me arriesgo, como vengo haciendo, y les digo, para terminar, que este es solo el comienzo y que no puedo esperar a verlas en este camino.
Con amor, Flor.
me siento muy identificada con el sentir de leonina, al final a todas nos une esto de estar completamente asustadas de ser vistas de verdad (vulnerables) pero estar súper dispuestas a darlo todo y entregarnos (sobre todo al arte) 😭🩷
Emocionada, inmersa en tus palabras. Totalmente orgullosa de que una poeta de nuestra edad, tan tan talentosa está cosechando los frutos de lo que sembró. Te leo hace años y todavía me maravilla cada poema como si fuera el primero tuyo que leo. Seguí creciendo y avanzando 💞 que el arte nos abrace siempree y que siempre tengas ese chip de soñadora cumpliendo lo que te hace feliz!✨